Tener un hijo dicen que es una de las mejores experiencias que se disfrutan en la vida. Tus hábitos cambian, tus horarios, las actividades que haces, las horas de sueño, las comidas, las prioridades económicas, los viajes, en general, toda tu vida.
Evidentemente no es necesario decir que aunque todo aporte una felicidad extrema, somos conscientes que los sacrificios que se deben hacer, existen y, a veces, pueden llegar a pasarnos factura.
¿Cuándo fue la última vez que fuisteis al cine? ¿Y a cenar? ¿Y cuándo te dedicaste una tarde a ti misma lejos de las responsabilidades familiares? Es verdad que las prioridades cuando se tiene familia cambian muchísimo. ¿Pero tanto como para que el hecho de pensar en necesitar un poco de tiempo propio se convierta en un tema “tabú” por miedo a ser calificada como egoísta?
Hay una diferencia abismal entre el ser egoísta y el cuidar del espacio propio, de esa necesidad que la mayoría de ser humanos tiene de preocuparse por estar bien con uno mismo. Si no es así, no hay nada. Si no conseguimos una relación equilibrada entre lo que damos y lo que recibimos (que no quiere decir que deba ser en la misma cantidad ya que los hijos requieren seguramente una dedicación mayor) lo más probable es que poco a poco nos vayamos deshinchando como un globo.
Pequeños momentos, pero momentos de calidad. No hace falta que ansiemos en volver a la vida que teníamos, que sería totalmente irreal, pero sí dedicarnos una vez a la semana un espacio para aquello que nos apetezca: pasear, leer, ir al gimnasio, ir a la peluquería, quedar con las amigas o simplemente quedarnos en casa descansando y viendo nuestra serie favorita.
Es complicado, pensaréis algunos. Pero no tanto. Empezad pactando en familia un día y veréis que después de vuestro momento volveréis a casa con más ganas, con mejor estado de ánimo y con la sensación de que os habéis respetado y cuidado a vosotras mismas. Y eso, no tiene precio.
En ese momento ya estáis preparadas para cuidar y dedicaros a los demás.
Esther Navarro
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